martes, 25 de agosto de 2015

L´ARROSEUR ARROSÉ. Jean-François y el hijo del carpintero




(L´arroseur arrosé, Hnos. Lumiere 1895)


Una hilera de copas de árbol  se asoma al murete de la finca en cuyo interior se desarrolla la acción. La puesta en escena evita excesivas complicaciones: un jardinero esparce agua con una manguera, hacia la izquierda de la imagen, fuera del campo de visión. Por el lado derecho un muchacho rubio entra en cuadro y  pisa la manguera que sostiene el regador hasta que se corta la corriente de agua. Extrañado, el jardinero  dirige la boca de la manguera hacia sí, con el fin de comprobar la supuesta avería, al tiempo que el  chico levanta el pie del tubo de goma:  el agua se estampa en el rostro de regador haciendo volar cómicamente su canotier; de inmediato busca al responsable, lo alcanza en su huida y le propina una azotaina de opereta. En el remanso de tiempo que sigue a la acción las cosas parecen volver al punto de origen en el que el regador cuidaba despreocupadamente el jardín, salvo por una cosa: antes de salir de escena, el muchacho se libera del tosco corsé interpretativo y  mira sonriente, con  esperanza de aprobación, a su verdadera cómplice, la cómplice de todos: la cámara Lumiere; y de inmediato, sale de cuadro.


El instante


Este instante postrero marca el carácter especial de esta filmación respecto de las otras dos en las que  Auguste y Louis Lumiere decidieron trasladar al cinematógrafo la misma viñeta del ilustrador alemán Hermann Vogel, entre el año 1895 y el siguiente. Es posible que la versión de 1896  sea la más vistosa desde el punto de vista del orden espacio temporal de los acontecimientos, de la exactitud de los ritmos; la mejor acabada respecto a las intenciones. La cinta (o cintas)  es celebrada por la historia cinematográfica como la primera ficción filmada y, en el caso que nos ocupa, ese es sin duda uno de sus intereses; esa es, de hecho, la razón por la que ese desvelamiento final pueda suceder como sucede un desvelamiento: cambiando el carácter de todo lo que hemos presenciado previamente.



Viñeta original de Hermann Vogel
Como ficción, El regador regado no hace sino inaugurar para el cine un esquema narrativo que usa la paradoja como andamio del relato, tal como en los dibujos animados de la Warner hemos podido ver desde la infancia su uso en otro esquema similar en torno al cazador cazado, para la elaboración de gags, o en numerosas producciones de diferente naturaleza: desde films comerciales como El Corazón del Angel (Alan Parker, 1987) o El Sexto Sentido (M. Night Shyamalan, 1999), como esquema general del relato, hasta creaciones de videoarte tal como La Trampa  (Santiago Sierra, 2007), en un locuaz desarrollo de ese punto de vista. En el caso que nos ocupa, la ficción representa la trampa sufrida por el regador en el ejercicio de su oficio, pero, además,  la toma completa recoge la señalada mirada final del muchacho, que apela, en una fugaz repetición del esquema, al mirador cazado: la mirada del mirador mirado, puesto al descubierto; evento con el que  vira completamente la significación de lo filmado, añadiéndole sentido.


El cazador cazado


La noción clásica de puesta en escena, muy posterior a Lumiere, por su carácter profesional más que artístico, no hubiera permitido el guiño involuntario al final del plano. En otra época esto hubiera sido eliminado por la distinción entre toma y plano final, o directamente hubiera otorgado el carácter de inservible a la toma como representación adecuada del gag; en este caso su presencia habla a las claras de la preeminencia documental del cine de los orígenes y marca la pauta para poder pensar en el dialogo entre ficción y documental que desde antes de la aparición fulgurante de Méliês, ya contenían, como vemos, las filmaciones de los Lumiere. El muchacho nos mira y su mirada nos habla de su verdadera travesura que consiste en haber simulado a un travieso y no en pisarle la manguera al jardinero. En ese instante, para el buen observador la filmación cambiará y pasara de ser la rústica representación, adaptación de una tira cómica, a una filmación con vida propia, que inevitablemente y por vía del azar cuenta muchas más cosas de las que pretendía.

Como si de una pensada coda se tratara, el último regador regado es el objetivo de la cámara Lumiere. Curiosamente, y por azar de la filmación, regurgita el tema ficcionado desde una mirada estrictamente documental. Juego de espejos que va desde el contenido del gag hasta el contenido de la filmación que pesca a los actores en su papel de actuantes, del papel interpretado al papel de interprete, de la función del relato de ficción a la función como relato de la propia filmación. Efectivamente la película transmuta hacia el registro del cómo, medio en broma, medio jugando, un grupo de personas en su ámbito familiar se afanaban en poner en movimiento algo que previamente les pareció chistoso y sobre todo adaptable a la filmación. La película no nos dice solo cómo el cine comenzó en su fructífera puesta en escena para la ficción, sino que nos transmite el ambiente familiar, intimo y campestre en el que un grupo de personas deciden contar una historia, poner en pie una idea.


La mirada de Benoit

Si el plan inicial lo conforman el regador y el bromista, al terminar el último tramo de rollo  podemos decir que la película trata sobre las andanzas de Jean-Françoise Clerc, jardinero de la familia Lumier y Benoît Duval, hijo del carpintero de la empresa familiar, como interpretes de un evento ficcionado. Una sola mirada filmada en el instante final, inscrita en el último metro del rollo,  abre la posibilidad
de la verdadera especulación, interpela a nuestra capacidad de interpretar, levanta por primera vez ese juego de espejos en el que la imagen fílmica vive, como garante de la mostración de un dilema que le es propio, sobre el que cineastas como Renoir o Rossellini construyeron su poética: un dilema que se presenta en la distancia que va desde la realidad a su representación.


 

             


















lunes, 1 de octubre de 2012

EL TREN QUE PASA. Los Lumiere y las nuevas tecnologías





El tren va a llegar. Se intuye una inquietud general en el andén, zona que se ha tratado de no ocupar en exceso seguramente por orden del operador de cámara. Apenas sin margen de espera, hombres y mujeres de otra época se acercan en grupo desde un retirado punto de fuga, con la actitud abierta del que recibe algo o a alguien, acompañando mansamente la entrada del tren de hierro negro que les rebasa, dueño y señor de su tiempo: impersonal, lento, inexorable.  Al tiempo, la gente hace presencia, ya se distinguen amas de cría, burgueses, niños y trabajadores. El jefe de estación cobra protagonismo y se destaca del grupo cruzando el encuadre con pasos apresurados tras la locomotora, que ya ha desbordado nuestro campo de visión. La sucesión de vagones en fuga es un fondo de escenario movedizo sobre el que las personas se van reuniendo, entrando y saliendo de la imagen en progresivo desorden. La máquina se detiene y las puertas se abren: viajeros que comienzan a descender, rostros que se buscan, miradas que se cruzan, que interpelan al espectador. La gente se  roza y los cuerpos se mezclan. El tren ha llegado.

Arrivè d´un train, Japon
Los operadores que trabajaban para Louis y Auguste Lumiere realizaron durante el último lustro del siglo XIX distintas filmaciones que tenían como protagonista la llegada del ferrocarril a la estación; todas se acercan de una forma u otra a esta descripción general. Imagen del tren que ha devenido icónica para la historia de lo que será llamado séptimo arte, aunque posiblemente no sea la filmación más enigmática entre toda esa colección de hipnóticas piezas elementales que conforman el catálogo Lumiere. Sí creemos que es, quizá, la mejor  alusión de lo que va a ser el esquizofrénico desarrollo del cine como arte e industria. En ella parecen repartirse sitio dos aspectos que marcarán más que otros, en nuestra opinión, una descripción del futuro del cinematógrafo: la fijación  de dos movimientos de naturaleza mutuamente irreductible: el movimiento del ferrocarril, y el de las personas; el tiempo de la máquina y el de los hombres.

Lo cierto es que se ha señalado demasiadas veces al cine como único arte con una fecha fija de nacimiento. Esto es como casi todas las verdades aceptadas, una verdad a medias. Patentado el 13 febrero de 1895 y presentado desde marzo en sociedades científicas e industriales de diferentes universidades como invento de posible explotación, su nacimiento fue sin embargo fijado en el evento que más se parece a lo que luego ha sido el cine como hecho socioeconómico: espectáculo para un público falto de interés comercial ni científico, un público que tan solo acude a ver. Así pues, el 28 de diciembre de 1895 en el en el Salon indien du Gran Café, en el Boulevard des Capoucines nace el cine con los rasgos propios de los descubrimientos geográficos o científicos: una fecha fija y un hecho narrado. Sin embargo su explotación económica, y con ella su progreso, se antojaba una quimera, lo que condujo a Louis Lumiere a bautizar a su creación como "invento sin futuro". 

Si  bien se puede aceptar esa fecha como válida (sería estúpido no hacerlo), también es aceptado que el desarrollo y resultado del cine como arte o simple espectáculo en el que se cuentan historias fue una consecuencia de un añadido de diversas situaciones, y tuvo origen gracias a la inclinación natural del cinematógrafo hacia la narración,  gracias a un fructífero encuentro con lo narrativo. Encuentro que se ve reforzado por varias de sus características entre las que se puede señalar la capacidad para representar objetos o el encuadre y su organización interna, pero sobre todas ellas su dimensión temporal. Instancia temporal verdaderamente novedosa que le capacita para representar acontecimientos.

Podemos decir hoy que el cine mostraba ya entonces, en estas filmaciones primeras, todas sus posibilidades como arte mayor. Decir esto puede sonar ventajista si partimos de hechos que el devenir y la historia posterior han puesto de relieve, pero pretendemos señalarlo en esta película en particular, que como hemos dicho antes no es una sino varias. Y en todas ellas, de forma más o menos acusada, se muestra de manera impensada el contraste entre las temporalidades (la humana y la mecánica) que consideramos capital como representación de las capacidades del cinematógrafo en toda su plenitud.

Arrivè d´un train a La Ciotat
Arrivè d´un train du Ramley, Alexandria 












Filmando el tren el cinematógrafo capta de alguna manera la imagen de sí mismo. Hijo de la tecnología, imagen representativa de la revolución industrial, promesa de un futuro mejor y más cercano, el tren como el cine llega a la sociedad  del siglo XIX, como vehículo para cercanía de otros mundos, además de cumplir un viejo anhelo: el del tren acercar distancias en el tiempo; el del cine captar la representación del movimiento, y como consecuencia inevitable, la del tiempo. El tren ofrece también al cinematógrafo su propio  desplazamiento controladamente veloz,  producto de numerosos cálculos e investigaciones de las que resulta un tiempo deducido previamente a su propio suceder, que ligado a un estudiado  encuadre será el  elemento de atracción para el nuevo espectador. Como posiblemente sucediera también hoy día, según cuenta la leyenda,  la gente se asombrará más delante de de la imagen de la maravilla mecánica que viene hacia ellos, que ante la primera representación en movimiento de su propio ser, de la naturaleza humana.  Ese otro movimiento, el tiempo vivo, ese tiempo de los hombres que contrasta con la temporalidad mecánica y técnica por ser un tiempo múltiple y no medido, armoniosamente desordenado, variado, sometido a variaciones que tienen que ver con la vida misma, un tempo que puede responder a presiones de muy distinta naturaleza, a veces totalmente desconocidas, tiempo de los cuerpos que se agrupan y se disgregan  en  masa e individuo. Temporalidad que interpela al espectador y se iguala con él, que lo mira fantasmagóricamente,  que puede producir adhesiones y rechazos emotivos,  que puede hacer notar incluso su ausencia, diferente en su propia mismidad y que por ello no es completamente  dueña de sí misma: una temporalidad en la que viven las diferencias. 

Así pues, ambos son objeto de captación, los dos tiempos se ofrecen al objetivo del cinematógrafo.Y aquí queremos reparar, en parte, en este contraste  como rastreo de elementos fundacionales e  hipótesis sobre el futuro del que todavía no era  el arte cinematográfico, señalar como el cine desde sus inicios muestra en sus ejercicios más simples de funcionamiento mecánico, los hilos desde los que se irá tejiendo, de una forma no completamente uniforme ni progresiva, la realidad artística de un medio.



A cuenta de esto conviene recordar, sobre todo hoy día que la revolución digital puede hacernos ver erróneamente a los primitivos del cine demasiado lejanos en el tiempo, que el cine nunca fue rudimentario (aunque si lo fueran sus primeras representaciones narrativas en el campo de la ficción o el documental) que, al contrario,  fue siempre a lo largo de su historia, como es hoy , última tecnología, hecho del que siempre ha alardeado la industria, anunciando en todas sus producciones la novedad de turno, ya fuera en el campo de rodaje, soporte o proyección (llegada del sonoro, Technicolor,Vista Vision, los 70 mm, las 3D..) situación que ha conllevado siempre una profunda confusión en la apreciación más popular de su especificidad como arte y su carácter de negocio. Y es por esta situación actual, tan novedosa para la producción de películas,  por lo que revisar a estos pioneros se torna en un asunto de importancia nuclear. Como si , de hecho parece que sucede, el cine comenzara de nuevo. Conviene por tanto no olvidar la situación original.

El cine vive inmerso hoy en el imperio del audiovisual, situación que  unida a la apuntada revolución digital le sumen a en un vaivén de confusiones provocadas por esa tentativa posmoderna de que nunca cese lo nuevo, y que parece confundir a los propios profesionales sobre las prioridades de un medio, con las de ese otro ámbito más amplio, al que la lógica económica e industrial a subsumido al cine. De este modo, parece ser que el cine continua sobreviviendo ante la misma disyuntiva de la que la filmación del tren llegando a la estación sería la metáfora perfecta.  Si la temporalidad mecánica pone en funcionamiento la maquinaria de cine como producto, es sin embargo el resultado de este mecanismo lo que contiene la representación de  un lugar más originario, un magma más amplio del que el cinematógrafo se ha nutrido muy provechosamente: la vida misma se mueve ante nosotros.  El cine de esta manera se encuentra, desde  su origen, ante la posibilidad de fijar para otros algo que es más grande que sí mismo, que excede sus estrictas capacidades mecánicas, pudiendo mostrar no solo algo que viene sucediendo mucho antes de que él existiera, sino que es sustento de su propia representación del movimiento,  y que tendrá mucho que decir ante los ojos de todos en el futuro.

La posibilidad de almacenar de alguna forma esa temporalidad vivida, existencial, incluso de poder amasarla y recomponerla, es lo que concede al cine, hoy como ayer, el lugar de los privilegiados. Ese lugar desde el que se hacen las preguntas, y se plantean problemas profundamente humanos. Esa temporalidad ha permitido al cine crecer diferenciándose de si mismo, en cada obra, estilo o género, incluso en cada secuencia o plano. Ese es el lugar que le ha ofrecido la posibilidad de discutirle y ganarle espacios a la industria que lo produce, que lo expone como producto de masas, para exponerse como arte y comprensión,  pensamiento y objeto de pensamiento. Parafraseando al filósofo Victor Gómez Pin, el día que fue preguntado por un torero, podemos decir que el cine, mediante esta particularidad consigue poner en juego  su suerte,  ganar espacios al lugar de la industria, ganando así su libertad,  afirmándose como algo más y produciendo en el que lo ve, el sueño de la libertad propia.