lunes, 1 de octubre de 2012

EL TREN QUE PASA. Los Lumiere y las nuevas tecnologías





El tren va a llegar. Se intuye una inquietud general en el andén, zona que se ha tratado de no ocupar en exceso seguramente por orden del operador de cámara. Apenas sin margen de espera, hombres y mujeres de otra época se acercan en grupo desde un retirado punto de fuga, con la actitud abierta del que recibe algo o a alguien, acompañando mansamente la entrada del tren de hierro negro que les rebasa, dueño y señor de su tiempo: impersonal, lento, inexorable.  Al tiempo, la gente hace presencia, ya se distinguen amas de cría, burgueses, niños y trabajadores. El jefe de estación cobra protagonismo y se destaca del grupo cruzando el encuadre con pasos apresurados tras la locomotora, que ya ha desbordado nuestro campo de visión. La sucesión de vagones en fuga es un fondo de escenario movedizo sobre el que las personas se van reuniendo, entrando y saliendo de la imagen en progresivo desorden. La máquina se detiene y las puertas se abren: viajeros que comienzan a descender, rostros que se buscan, miradas que se cruzan, que interpelan al espectador. La gente se  roza y los cuerpos se mezclan. El tren ha llegado.

Arrivè d´un train, Japon
Los operadores que trabajaban para Louis y Auguste Lumiere realizaron durante el último lustro del siglo XIX distintas filmaciones que tenían como protagonista la llegada del ferrocarril a la estación; todas se acercan de una forma u otra a esta descripción general. Imagen del tren que ha devenido icónica para la historia de lo que será llamado séptimo arte, aunque posiblemente no sea la filmación más enigmática entre toda esa colección de hipnóticas piezas elementales que conforman el catálogo Lumiere. Sí creemos que es, quizá, la mejor  alusión de lo que va a ser el esquizofrénico desarrollo del cine como arte e industria. En ella parecen repartirse sitio dos aspectos que marcarán más que otros, en nuestra opinión, una descripción del futuro del cinematógrafo: la fijación  de dos movimientos de naturaleza mutuamente irreductible: el movimiento del ferrocarril, y el de las personas; el tiempo de la máquina y el de los hombres.

Lo cierto es que se ha señalado demasiadas veces al cine como único arte con una fecha fija de nacimiento. Esto es como casi todas las verdades aceptadas, una verdad a medias. Patentado el 13 febrero de 1895 y presentado desde marzo en sociedades científicas e industriales de diferentes universidades como invento de posible explotación, su nacimiento fue sin embargo fijado en el evento que más se parece a lo que luego ha sido el cine como hecho socioeconómico: espectáculo para un público falto de interés comercial ni científico, un público que tan solo acude a ver. Así pues, el 28 de diciembre de 1895 en el en el Salon indien du Gran Café, en el Boulevard des Capoucines nace el cine con los rasgos propios de los descubrimientos geográficos o científicos: una fecha fija y un hecho narrado. Sin embargo su explotación económica, y con ella su progreso, se antojaba una quimera, lo que condujo a Louis Lumiere a bautizar a su creación como "invento sin futuro". 

Si  bien se puede aceptar esa fecha como válida (sería estúpido no hacerlo), también es aceptado que el desarrollo y resultado del cine como arte o simple espectáculo en el que se cuentan historias fue una consecuencia de un añadido de diversas situaciones, y tuvo origen gracias a la inclinación natural del cinematógrafo hacia la narración,  gracias a un fructífero encuentro con lo narrativo. Encuentro que se ve reforzado por varias de sus características entre las que se puede señalar la capacidad para representar objetos o el encuadre y su organización interna, pero sobre todas ellas su dimensión temporal. Instancia temporal verdaderamente novedosa que le capacita para representar acontecimientos.

Podemos decir hoy que el cine mostraba ya entonces, en estas filmaciones primeras, todas sus posibilidades como arte mayor. Decir esto puede sonar ventajista si partimos de hechos que el devenir y la historia posterior han puesto de relieve, pero pretendemos señalarlo en esta película en particular, que como hemos dicho antes no es una sino varias. Y en todas ellas, de forma más o menos acusada, se muestra de manera impensada el contraste entre las temporalidades (la humana y la mecánica) que consideramos capital como representación de las capacidades del cinematógrafo en toda su plenitud.

Arrivè d´un train a La Ciotat
Arrivè d´un train du Ramley, Alexandria 












Filmando el tren el cinematógrafo capta de alguna manera la imagen de sí mismo. Hijo de la tecnología, imagen representativa de la revolución industrial, promesa de un futuro mejor y más cercano, el tren como el cine llega a la sociedad  del siglo XIX, como vehículo para cercanía de otros mundos, además de cumplir un viejo anhelo: el del tren acercar distancias en el tiempo; el del cine captar la representación del movimiento, y como consecuencia inevitable, la del tiempo. El tren ofrece también al cinematógrafo su propio  desplazamiento controladamente veloz,  producto de numerosos cálculos e investigaciones de las que resulta un tiempo deducido previamente a su propio suceder, que ligado a un estudiado  encuadre será el  elemento de atracción para el nuevo espectador. Como posiblemente sucediera también hoy día, según cuenta la leyenda,  la gente se asombrará más delante de de la imagen de la maravilla mecánica que viene hacia ellos, que ante la primera representación en movimiento de su propio ser, de la naturaleza humana.  Ese otro movimiento, el tiempo vivo, ese tiempo de los hombres que contrasta con la temporalidad mecánica y técnica por ser un tiempo múltiple y no medido, armoniosamente desordenado, variado, sometido a variaciones que tienen que ver con la vida misma, un tempo que puede responder a presiones de muy distinta naturaleza, a veces totalmente desconocidas, tiempo de los cuerpos que se agrupan y se disgregan  en  masa e individuo. Temporalidad que interpela al espectador y se iguala con él, que lo mira fantasmagóricamente,  que puede producir adhesiones y rechazos emotivos,  que puede hacer notar incluso su ausencia, diferente en su propia mismidad y que por ello no es completamente  dueña de sí misma: una temporalidad en la que viven las diferencias. 

Así pues, ambos son objeto de captación, los dos tiempos se ofrecen al objetivo del cinematógrafo.Y aquí queremos reparar, en parte, en este contraste  como rastreo de elementos fundacionales e  hipótesis sobre el futuro del que todavía no era  el arte cinematográfico, señalar como el cine desde sus inicios muestra en sus ejercicios más simples de funcionamiento mecánico, los hilos desde los que se irá tejiendo, de una forma no completamente uniforme ni progresiva, la realidad artística de un medio.



A cuenta de esto conviene recordar, sobre todo hoy día que la revolución digital puede hacernos ver erróneamente a los primitivos del cine demasiado lejanos en el tiempo, que el cine nunca fue rudimentario (aunque si lo fueran sus primeras representaciones narrativas en el campo de la ficción o el documental) que, al contrario,  fue siempre a lo largo de su historia, como es hoy , última tecnología, hecho del que siempre ha alardeado la industria, anunciando en todas sus producciones la novedad de turno, ya fuera en el campo de rodaje, soporte o proyección (llegada del sonoro, Technicolor,Vista Vision, los 70 mm, las 3D..) situación que ha conllevado siempre una profunda confusión en la apreciación más popular de su especificidad como arte y su carácter de negocio. Y es por esta situación actual, tan novedosa para la producción de películas,  por lo que revisar a estos pioneros se torna en un asunto de importancia nuclear. Como si , de hecho parece que sucede, el cine comenzara de nuevo. Conviene por tanto no olvidar la situación original.

El cine vive inmerso hoy en el imperio del audiovisual, situación que  unida a la apuntada revolución digital le sumen a en un vaivén de confusiones provocadas por esa tentativa posmoderna de que nunca cese lo nuevo, y que parece confundir a los propios profesionales sobre las prioridades de un medio, con las de ese otro ámbito más amplio, al que la lógica económica e industrial a subsumido al cine. De este modo, parece ser que el cine continua sobreviviendo ante la misma disyuntiva de la que la filmación del tren llegando a la estación sería la metáfora perfecta.  Si la temporalidad mecánica pone en funcionamiento la maquinaria de cine como producto, es sin embargo el resultado de este mecanismo lo que contiene la representación de  un lugar más originario, un magma más amplio del que el cinematógrafo se ha nutrido muy provechosamente: la vida misma se mueve ante nosotros.  El cine de esta manera se encuentra, desde  su origen, ante la posibilidad de fijar para otros algo que es más grande que sí mismo, que excede sus estrictas capacidades mecánicas, pudiendo mostrar no solo algo que viene sucediendo mucho antes de que él existiera, sino que es sustento de su propia representación del movimiento,  y que tendrá mucho que decir ante los ojos de todos en el futuro.

La posibilidad de almacenar de alguna forma esa temporalidad vivida, existencial, incluso de poder amasarla y recomponerla, es lo que concede al cine, hoy como ayer, el lugar de los privilegiados. Ese lugar desde el que se hacen las preguntas, y se plantean problemas profundamente humanos. Esa temporalidad ha permitido al cine crecer diferenciándose de si mismo, en cada obra, estilo o género, incluso en cada secuencia o plano. Ese es el lugar que le ha ofrecido la posibilidad de discutirle y ganarle espacios a la industria que lo produce, que lo expone como producto de masas, para exponerse como arte y comprensión,  pensamiento y objeto de pensamiento. Parafraseando al filósofo Victor Gómez Pin, el día que fue preguntado por un torero, podemos decir que el cine, mediante esta particularidad consigue poner en juego  su suerte,  ganar espacios al lugar de la industria, ganando así su libertad,  afirmándose como algo más y produciendo en el que lo ve, el sueño de la libertad propia.

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