El tren va a llegar. Se intuye una inquietud general en el andén, zona que se ha tratado de no ocupar en
exceso seguramente por orden del operador de cámara. Apenas sin margen de
espera, hombres y mujeres de otra época se acercan en grupo desde un retirado
punto de fuga, con la actitud abierta del que recibe algo o a alguien,
acompañando mansamente la entrada del tren de hierro negro que les rebasa,
dueño y señor de su tiempo: impersonal, lento, inexorable. Al tiempo, la gente hace presencia, ya se
distinguen amas de cría, burgueses, niños y trabajadores. El jefe de estación
cobra protagonismo y se destaca del grupo cruzando el encuadre con pasos
apresurados tras la locomotora, que ya ha desbordado nuestro campo de visión.
La sucesión de vagones en fuga es un fondo de escenario movedizo sobre el que
las personas se van reuniendo, entrando y saliendo de la imagen en progresivo
desorden. La máquina se detiene y las puertas se abren: viajeros que comienzan
a descender, rostros que se buscan, miradas que se cruzan, que interpelan al
espectador. La gente se roza y los
cuerpos se mezclan. El tren ha llegado.
![]() |
Arrivè d´un train, Japon |
Los operadores que trabajaban
para Louis y Auguste Lumiere realizaron durante el último lustro del siglo XIX distintas
filmaciones que tenían como protagonista la llegada del ferrocarril a la
estación; todas se acercan de una forma u otra a esta descripción general.
Imagen del tren que ha devenido icónica para la historia de lo que será llamado
séptimo arte, aunque posiblemente no sea la filmación más enigmática entre toda
esa colección de hipnóticas piezas elementales que conforman el catálogo
Lumiere. Sí creemos que es, quizá, la mejor alusión de lo que va a ser el esquizofrénico
desarrollo del cine como arte e industria. En ella parecen repartirse sitio dos
aspectos que marcarán más que otros, en nuestra opinión, una descripción del
futuro del cinematógrafo: la fijación de
dos movimientos de naturaleza mutuamente irreductible: el movimiento del ferrocarril,
y el de las personas; el tiempo de la máquina y el de los hombres.
Lo cierto es que se ha señalado
demasiadas veces al cine como único arte con una fecha fija de nacimiento. Esto
es como casi todas las verdades aceptadas, una verdad a medias. Patentado el 13
febrero de 1895 y presentado desde marzo en sociedades científicas e
industriales de diferentes universidades como invento de posible explotación,
su nacimiento fue sin embargo fijado en el evento que más se parece a lo que
luego ha sido el cine como hecho socioeconómico: espectáculo para un público
falto de interés comercial ni científico, un público que tan solo acude a ver.
Así pues, el 28 de diciembre de 1895 en el en el Salon indien du Gran Café, en el Boulevard des Capoucines nace el cine con los rasgos
propios de los descubrimientos geográficos o científicos: una fecha fija y un
hecho narrado. Sin embargo su explotación económica, y con ella su progreso, se
antojaba una quimera, lo que condujo
a Louis Lumiere a bautizar a su creación como "invento sin futuro".
Podemos decir hoy que el cine
mostraba ya entonces, en estas filmaciones primeras, todas sus posibilidades
como arte mayor. Decir esto puede sonar ventajista si partimos de hechos que el
devenir y la historia posterior han puesto de relieve, pero pretendemos señalarlo
en esta película en particular, que como hemos dicho antes no es una sino
varias. Y en todas ellas, de forma más o menos acusada, se muestra de manera
impensada el contraste entre las temporalidades (la humana y la mecánica) que
consideramos capital como representación de las capacidades del cinematógrafo
en toda su plenitud.
![]() |
Arrivè d´un train a La Ciotat |
![]() |
Arrivè d´un train du Ramley, Alexandria |
Filmando el tren el cinematógrafo capta de alguna manera la imagen de sí mismo. Hijo de la tecnología, imagen representativa de la revolución industrial, promesa de un futuro mejor y más cercano, el tren como el cine llega a la sociedad del siglo XIX, como vehículo para cercanía de otros mundos, además de cumplir un viejo anhelo: el del tren acercar distancias en el tiempo; el del cine captar la representación del movimiento, y como consecuencia inevitable, la del tiempo. El tren ofrece también al cinematógrafo su propio desplazamiento controladamente veloz, producto de numerosos cálculos e investigaciones de las que resulta un tiempo deducido previamente a su propio suceder, que ligado a un estudiado encuadre será el elemento de atracción para el nuevo espectador. Como posiblemente sucediera también hoy día, según cuenta la leyenda, la gente se asombrará más delante de de la imagen de la maravilla mecánica que viene hacia ellos, que ante la primera representación en movimiento de su propio ser, de la naturaleza humana. Ese otro movimiento, el tiempo vivo, ese tiempo de los hombres que contrasta con la temporalidad mecánica y técnica por ser un tiempo múltiple y no medido, armoniosamente desordenado, variado, sometido a variaciones que tienen que ver con la vida misma, un tempo que puede responder a presiones de muy distinta naturaleza, a veces totalmente desconocidas, tiempo de los cuerpos que se agrupan y se disgregan en masa e individuo. Temporalidad que interpela al espectador y se iguala con él, que lo mira fantasmagóricamente, que puede producir adhesiones y rechazos emotivos, que puede hacer notar incluso su ausencia, diferente en su propia mismidad y que por ello no es completamente dueña de sí misma: una temporalidad en la que viven las diferencias.
Así pues, ambos son objeto de captación, los dos tiempos se ofrecen al objetivo del cinematógrafo.Y aquí queremos reparar, en parte, en este contraste como rastreo de elementos fundacionales e hipótesis sobre el futuro del que todavía no era el arte cinematográfico, señalar como el cine desde sus inicios muestra en sus ejercicios más simples de funcionamiento mecánico, los hilos desde los que se irá tejiendo, de una forma no completamente uniforme ni progresiva, la realidad artística de un medio.
El cine vive inmerso hoy en el imperio del
audiovisual, situación que unida a la apuntada
revolución digital le sumen a en un vaivén de confusiones provocadas por esa
tentativa posmoderna de que nunca cese lo nuevo, y que parece confundir a los
propios profesionales sobre las prioridades de un medio, con las de ese otro ámbito más amplio, al que la lógica económica e industrial a subsumido al cine. De
este modo, parece ser que el cine continua sobreviviendo ante la misma
disyuntiva de la que la filmación del tren llegando a la estación sería la
metáfora perfecta. Si la temporalidad
mecánica pone en funcionamiento la maquinaria de cine como producto, es sin embargo
el resultado de este mecanismo lo que contiene la representación de un lugar más originario, un
magma más amplio del que el cinematógrafo se ha nutrido muy provechosamente: la vida misma se mueve ante nosotros. El cine de esta manera se encuentra,
desde su origen, ante la posibilidad de
fijar para otros algo que es más grande que sí mismo, que excede sus estrictas
capacidades mecánicas, pudiendo mostrar no solo algo que viene sucediendo mucho
antes de que él existiera, sino que es sustento de su propia representación del
movimiento, y que tendrá mucho que decir
ante los ojos de todos en el futuro.

La posibilidad de almacenar de alguna forma esa temporalidad vivida, existencial, incluso de poder amasarla y recomponerla, es lo que concede al cine, hoy como ayer, el lugar de los privilegiados. Ese lugar desde el que se hacen las preguntas, y se plantean problemas profundamente humanos. Esa temporalidad ha permitido al cine crecer diferenciándose de si mismo, en cada obra, estilo o género, incluso en cada secuencia o plano. Ese es el lugar que le ha ofrecido la posibilidad de discutirle y ganarle espacios a la industria que lo produce, que lo expone como producto de masas, para exponerse como arte y comprensión, pensamiento y objeto de pensamiento. Parafraseando al filósofo Victor Gómez Pin, el día que fue preguntado por un torero, podemos decir que el cine, mediante esta particularidad consigue poner en juego su suerte, ganar espacios al lugar de la industria, ganando así su libertad, afirmándose como algo más y produciendo en el que lo ve, el sueño de la libertad propia.

La posibilidad de almacenar de alguna forma esa temporalidad vivida, existencial, incluso de poder amasarla y recomponerla, es lo que concede al cine, hoy como ayer, el lugar de los privilegiados. Ese lugar desde el que se hacen las preguntas, y se plantean problemas profundamente humanos. Esa temporalidad ha permitido al cine crecer diferenciándose de si mismo, en cada obra, estilo o género, incluso en cada secuencia o plano. Ese es el lugar que le ha ofrecido la posibilidad de discutirle y ganarle espacios a la industria que lo produce, que lo expone como producto de masas, para exponerse como arte y comprensión, pensamiento y objeto de pensamiento. Parafraseando al filósofo Victor Gómez Pin, el día que fue preguntado por un torero, podemos decir que el cine, mediante esta particularidad consigue poner en juego su suerte, ganar espacios al lugar de la industria, ganando así su libertad, afirmándose como algo más y produciendo en el que lo ve, el sueño de la libertad propia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario